Nació en la calle de las Curiosas, una noche de invierno tan tormentosa, que los truenos parecían dejar sordos a los barrioalteros, y los rayos amenazaban con prender graves incendios en frágiles y obsoletas instalaciones del barrio.
Las comadronas tuvieron que afanarse, muy a su pesar, para traerlo al mundo iluminando la habitación con velas, en su más que humilde hogar, en una calle anegada por la lluvia y los charcos fecales negros pestilentes de orines.
Su familia, la de su madre, y la de su padre desaparecido, llevaban cuatro generaciones viviendo en el Barrio Alto, más de cien años.
En la humilde vivienda también vivía la abuela medio ciega a la que llamaba Tata, que hizo de madre y era quien realmente crió a Pepito.
La madre, Pepita García, conocida en el barrio como Pepita Merengues, trabajaba en un obrador de pastelería que consumía su jornada diaria por cuatro perras gordas.
Pepito cometió su primer robo a la edad de seis años, en un despiste de la tendera de la frutería del Mercado Central de Almería. La madre lo había llevado para que conociese la ciudad, más allá de la muy humilde calle donde vivía.
El niño metió en su mochilica unas pataticas y unos tomaticos, para agasajar a su abuela, a la que quería mucho.
Tan pequeño fue sorprendido por la temible pareja de Policías Armada, que le agarraron la mochilica intentando quitársela sin conseguirlo.
Pepito se demostró a sí mismo, por primera vez en su vida, que era muy escurridizo. Había pegado un tirón certero a su mochilica y se la llevó escurriéndose bajo las piernas del gentío dentro del mercado, hasta salir a la calle y esconderse.
Oculto tras un montón de basura, esperó a que saliese su madre, y le hizo señas para que siguiese andando hacia la rambla.
Tras un buen ratico, dejó su escondite entre la basura, y cargando con las pataticas y los tomaticos para su abuelica, iba escondido entre la multitud ayudado por su pequeña estatura, camino del lugar de la Rambla donde le esperaba su madre.
A lo lejos los Policías Armada buscaban furiosos al niño por los alrededores del mercado central.
Cuando madre e hijo llegaron a casa, su abuelica se puso muy contenta con el regalo tan maravilloso de su nietecico.
Al cabo de tres días, Pepito regresó de la escuela a mediodía, arrastrando un saco de pataticas de lo más hermosas, con una bolsa de lentejas de medio kilo escondido en su camisica.
Así transcurrieron los años de la infancia de Pepito Murcia. Muchas veces volvía de la escuela con algo bueno para comer durante varios días.
A la abuela nunca le faltaba comida para cocinar para alimentar a la familia. La madre aseguraba la vivienda con el poco dinero que ganaba en el obrador de confitería.
Los años trajeron una mejoría económica y la madre lo llevó por primera vez al recién inaugurado Monumental Cinema de Juanico el de Alhama.
Allí Pepito Murcia quedó en shock, estupefacto, al ver por primera vez en su vida una película, una cinta de monstruos terroríficos que él no creía que existieran.
Gorgo era una especie de lagarto gigantesco, que luchaba con todos los monstruos habidos y por haber, y los convertía en papilla para la cena.
Atacaba ciudades japonesas derribando rascacielos como si fueran de papel, comiéndose japoneses como quien come tentepies, sin que se le pasara el hambre.
Y después, harto de comer y dejar los rascacielos japoneses en ruinas, se escapaba corriendo a través del mar, con la rara ilusión de que por muy lejos que fuera mar adentro, incomprensible, el agua le llegaba siempre por la cintura.
La película lo tuvo en vela toda la noche, y por la mañana en la escuela, se quedó dormido encima de su pupitre, sin que su maestro lo quisiera despertar, porque dormido, el bello durmiente no le creaba problemas, y el aula permanecía en silencio por primera vez en mucho tiempo.
Pepito Murcia se obsesionó tanto con el cine, que no hubo día de estreno que no se presentara a comprar su billete con 20 peseticas.
El niño alucinaba con las películas de monstruos, luchadores enmascarados y malos malísimos del salvaje spaghetti western, filmes rodados apenas unos meses atrás en las ramblas del desierto de Tabernas o en zonas de montaña y mesetas en los alrededores de la Sierra de Alhamilla o de La Calahorra de Granada.
Pepito Murcia era feliz, tremendamente feliz. Su vida de niño se movía alrededor de la cartelera del Monumental Cinema o de la terraza de verano del cine Oriente, que estaba justo enfrente.
Un día que volvía de la escuela vio un camión dentro de un almacén con los mozos descargando sacos. Se asomó sin ser visto y vio una caja de melones.
Los mozos iban y venían con los sacos en sus sudorosas espaldas, metiéndolos en una oscura cámara al fondo del almacén, lapso de tiempo que usó Pepito para salir de debajo del camión y agarrar un melón, y cuando se lo llevaba por debajo del camión, alguien lo vio y gritó para coger al ladrón.
Pepito Murcia corrió como pudo con el melón, que casi se le escurría de los brazos pesando lo suyo. Al doblar la esquina por calle Barca, sabía que tenía cerca a los hombres y lo cogerían.
Ocultó el melón tras un macetón grande en la puerta de una casa, y corrió a esconderse en las ruinas de un antiguo almacén que apestaba a ratas, lleno de excrementos y meadas, ocultándose justo cuando aparecieron los mozos por la esquina.
Lo estuvieron buscando un buen rato, calle arriba y calle abajo, y por las calles adyacentes, sin saber dónde estaba oculto el ladrón.
Llegaron a entrar en el almacén en ruinas, penetraron casi donde se ocultaba, pero uno de los mozos pisó una cagada y desistieron de buscalo en aquel maloliente lugar.
Tras un rato pareció que se habían ido pero Pepito no se confío. Esperó pacientemente un rato más y sin darse cuenta se quedó dormido.
A un mozo avispado se le ocurrió esperar oculto en la esquina para agarrar al ladrón in fraganti. Esperó que saliera de su escondite pero se aburrió y optó por irse también.
Justo que Pepito despertó y salió del escondite, cogió el melón tras el macetón, y como no le cabía en su mochilica escolar, lo partió en tres pedazos y los repartió en bolsas.
Alzó como pudo su mochilica, la cargó en su espalda, y caminó risueño despacito hasta su casa.
A los pocos días, alguien le había robado a un niño llamado Bernabé, que vivía en calle Martínez, su bicicleta de la marca BH Iberia. Pepito Murcia guardó como oro su nueva adquisición en casa. Con su nuevo Mustang pensaba hacer sus pequeños hurtos lejos del Barrio Alto, para evitar ser reconocido.
Sus libretas escolares guardaban un secreto: empezó a escribir historias del spaghetti western, creando alter egos con pistoleros más rápido que el pensamiento.
Joe Murcia buscó un apodo espectacular, merced a los momentos que más tranquilidad y reflexión le procuraban a lo largo del día, como darse un baño de agua caliente en el barreño de metal o lavarse la cara en una palangana.
Como no le gustó lo de Barreño, lo llamó Palangana Colt, lo mismo que a la india Elu Winona, pistoleros más rápidos que el pensamiento.
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