Nunca voy a olvidar las fiestas del Barrio Alto. Los Gigantes Cabezudos por la calle Real corriendo detrás de las niñas dando porrazos con los atizadores fabricados con calcetines o medias, rellenos de papel, trapo o goma espuma a modo de porra.
Las largas persecuciones cuando las nenas se escondían en los portales siguiendo la danza del rey y la reina amenizada por una orquesta alegre y dichadera.
El bien que hacía que los vecinos colocasen un puestecillo en la verbena para sacarse unas perras gordas necesarias junto a las atracciones en la plaza de la Verbena, calle Verbena y la plaza Mula.
Era equivalente a los fuegos artificiales que se celebraban junto al hospital Cruz Roja en Regiones. Disponían los fuegos de artificio en la barandilla en mitad de la calle Alta de la Iglesia y dibujaban en el cielo un sin fin de luces evocadoras.
La última vez que pasé por el barrio con veinte y pocos años, solo hubo una atracción, sin verbena, sin cabezudos y sin nada más, excepto los bares de siempre, la Bodeguita y el bar Pío. Y los chavales aburridos de mirar las vueltas que daba el único artilugio mecánico.
De niño mi madre nos llevó junto a la iglesia San José del Barrio Alto. En la Rambla Amatisteros habían montado un escenario y un grupo tildado de muy importante en la música almeriense pretendía dar un concierto.
No sé porqué era tan importante ese grupo de la Rambla Amatisteros, el concierto fue horrible. Las guitarras eléctricas no estaban bien reguladas y tuvieron graves problemas de sonido. Surgían ruidos repelentes e incontrolables que los músicos no sabían cómo silenciar. Se vieron obligados a reglar durante largo tiempo.
Cuando consiguieron equilibrar los instrumentos, se oía una música chatarrera de lo más ruin. El concierto era una vergüenza y no entendía porque mi madre se resistía a volvernos a casa.
En el escenario unos melenudos vestidos extravagantes con un individuo supuesto cantante, incapaz de emitir un Do# sostenido como hacíamos en la escuela, se dedicaba a escupír palabras en el micrófono haciendo el bobo.
Era una música tan mala que nadie bailaba. Qué buena suerte tuvo el grupo que no se pusiera a llover y una riada los mandara callar.
Aquella tortura acabó cuando convencimos a mi madre para volver a casa.
En la plaza de la Verbena siempre fue difícil no bailar.
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