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domingo, 8 de enero de 2023

El enfrentamiento a pedradas entre chavales del Barrio Alto de Almería

La Gran Guerra a pedradas entre chavales del Barrio Alto ocurrió a principios de los años 70.

No recuerdo que hubiese ocurrido en otra ocasión. Solo recuerdo esta guerra que se desarrolló durante quince o veinte minutos entre niños del barrio, involucrando a chavales de calle Martínez más allá de la huerta contra nosotros de los alrededores de la plaza Hornero, (involucrados de calle Olmo, Verbena, Leganitos, Molino, Béjar, Infante, Pancho, etcétera).

Estábamos en calle Redondo, en la esquina de la casa de Remedios Sorroche, a cinco metros de mi casa. Jugábamos a las cánicas o a los trompos en esa esquina que siempre daba el Sol.

En calle Leganitos vivían amigos míos pero también vivían algunos niños que nunca se juntaron con nosotros ni estaban en nuestro círculo de amigos.

Más allá de la huerta ocurría lo mismo. Habían niños que nunca fueron amigos nuestros, otros sí. 

Algunos niños se juntaban con vecinos míos que no eran amigos y viceversa. Como ellos eran los malos los de mi bando eran los buenos y no había nada que discutir.

Los  niños que estaban conmigo en calle Redondo a cinco metros de mi casa creo que eran los hermanos Sevilla que jugábamos en su misma puerta, mis vecinos Manolo Álvarez y Rosendo Quero, el Pepe de la Huerta, el Paco de calle Leganitos y algún niño más de calle Olmo y calle Pescadores. 

Jugábamos a los trompos o a las cánicas cuando vimos unos niños del vecindario que se nos quedaron mirando hasta que se perdieron por la esquina de calle Leganitos. 

No se fueron. Se repartieron entre la esquina de la huerta y la esquina de calle Olmo para tirarnos piedras.

Sea como fuere se lio la guerra sin que ni una sola vecina se asomase a la puerta de su casa para ver qué ocurría. 

Estuvimos de escaramuzas por las calles bastante rato. Nosotros estábamos muy curtidos en tirar piedras y hicimos retroceder al otro bando hasta la zona de las cuadras.

Que las piedras volaban y algunos niños recibían buenas pedradas en las piernas no era motivo para que terminase aquella guerra de escaramuzas. 

Cuando llovían piedras retrocedíamos a otra esquina y a veces pasaba por delante un kamikaze y recibía una buena pedrada en las piernas.

Lo que me dejó pensativo es que con el ruido de las piedras en las paredes y la guerra entre ambos bandos no asomase la cabeza ni una sola vecina. Ni para regañarnos ni para acabar con la contienda que teníamos montada. Ni una sola nariz asomó en ninguna calle.

Por calle Martínez hacia calle Molino habíamos hecho huir a unos cuantos chavales que se dieron la vuelta por la esquina de las cuadras de calle Olmo y por ahí volaban los aluviones de piedras.

Nos hicieron retroceder a calle Martínez por calle Leganitos y Redondo y la guerra continuó un buen rato hasta que tomé la decisión drástica de dejar de apuntar al grupo para hacerlo a un solo individuo.

Hasta entonces había tirado piedras a lo loco como hacemos todos, sin objetivo claro y al azar, piedras que volaban o rodaban y daban en las piernas con suerte o eran esquivadas.

Mi objetivo fue un niño que creo que vivía por la plaza Béjar. Asomaba su cabezón por la esquina de Leganitos tirando piedras hacia mi casa en cuya puerta me escondía yo y sus pedradas llegaban hasta la plaza Hornero.

Calculé su movimiento, el tiempo que asomaba la cabeza para tirarnos piedras, apunté y lancé la piedra bien alta con curvatura hiperbólica y no con fuerza y directa. 

El chaval no la vio llegar por encima de su cabeza y le impactó de lleno en toda su cocorota con toda la fuerza de la gravedad. 

El niño se puso a llorar, enseguida la pandilla dejó de tirar piedras, le protegieron y se lo llevaron para casa. Se acabó la guerra.

Desaparecieron todos de la calle. Una hora después, la madre, que venía de casa en casa en busca de  quién le había tirado la piedra a su hijo, se presentó en mi casa arrastrando a los otros niños y sus madres.

Mi madre me llamó asustada y me preguntó quién había tirado la piedra al niño. Las madres me miraban todas pendientes a ver qué decía. 

La madre y el niño me miraban buscando al culpable de la pedrada y yo sabía quién le había tirado la piedra. 

Ella no le preguntó a su hijo ni a su pandilla el motivo para empezar una guerra a pedradas. Le eché la culpa al niño más malo de nuestra calle y a la casualidad, que el cruce de piedras provocó que una impactara en la cabeza de su hijo porque todos tirábamos piedras.

La madre del chaval se fue enfurecida. Seguro que no le preguntó a su hijo la razón por la que nos atacaron a pedradas. 

Por mí le hubiese lanzado un cohete, pero en mi casa controlaban mis materiales desde que quemé los calcetines a una prima mía con un trucaje que le hice a unas bombitas.

Que los niños nos creíamos grandes cuando éramos pequeños no me cabe duda. No le llegábamos a nuestras madres por el hombro cuando con el paso de los años a duras penas nos llegaban nuestras madres por nuestro hombro.


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