El Tao, traducido como «el camino» o «la vía» por donde transcurre la existencia, es el orden innombrable inmanente del universo.
Es la ley eterna que aglutina lo vivo y lo inerte, lo real y lo místico, lo concreto y lo abstracto, y según las enseñanzas de Lao-Tsé nos lleva a comprender y vivir conforme al Tao.
Vi muchas veces correr con manifiesta desesperación, a un defensa de un equipo cualquiera defendiendo su área. Justo en un momento, robó el balón a un delantero atacante, se lo pasó a un medio lateral que se puso a correr como un verdadero diablo, pasando el balón a un compañero que se lo devolvía para ir salvando los obstáculos de los jugadores rivales, y así enfiló veloz con el objetivo de agujerear la portería rival.
Se encontró con la defensa en los bordes del área grande, y una fuerte muralla en el área pequeña que cubría toda la portería.
A pesar de tener un compañero delantero centro descolocado que desestabilizó la defensa rival, tiró a puerta y su disparó lo controló con facilidad un defensa sin mayores problemas, dejando su intervención en una anécdota, y sin importancia la peligrosa escapada.
He visto en los campos de fútbol a lo largo de los años, disparos muy lejanos de jugadores desesperados, con la mala intención de hundir la lucha, por la salvación de más de un club castigado por la inoperancia y el desconcierto.
Observé repetidas veces los intentos de los delanteros de colarse entre defensas rivales bien colocadas, para obstaculizar y desestabilizar las evoluciones defensivas.
Y a pesar de eso, los ágiles cancerberos bloquearon y desviaron los disparos a gol, provocando las crisis de resultados en las delanteras que más prometían, que de no atinar, enviaban los balones por las esquinas.
Los rechaces de los disparos, los volvían a controlar las temibles defensas rivales, cuyos jugadores corrían a tal modo, que en un plis plas con el balón entre las piernas, llegaban al área de la portería rival, desestabilizando por la vía rápida la defensa, dejando al portero desolado, saboreando que nunca tuvo la más mínima opción de desviar con éxito el balón, rebotado en las piernas de algún delantero centro, que no estaba fuera de juego y atinó con desparpajo a colocar la pelota dentro de su portería.
Incrédulo en algún partido, observé a un defensa local robar un balón en pleno ataque y acoso a su portería. Salió pitando controlando el balón a mucha velocidad, con la malvada intención de empatar el partido en los minutos finales, teniendo en un puño el gol que significaba el descenso o la permanencia, en una carrera impresionante en la que incluso el portero, se sumó al ataque con la posibilidad de rematar enviando el balón a la red.
Pero un defensa rival pudo robar el balón como Almanzor saqueó la iglesia de Santiago y arrastró la campana por toda la Vía de la Plata.
Corrió tan rápido que en veinte segundos alcanzó la portería sin portero, y para asegurarse de no ser alcanzado, entró con el balón entre las piernas hasta la red.
El gol fue replicado con un fuerte murmullo en toda la grada y en todos los rincones del estadio. Llevaba el veneno del descenso en la más dura de las derrotas.
Terminado el partido, los jugadores del equipo tuvieron la humana acción de reunirse en el centro del campo formando una piña, con el único fin de saludar a los aficionados y enviar un mensaje a los equipos rivales con los que tendrá que jugarse la credibilidad que le queda para terminar de salvarse o descender.
A la piña le faltó la sal y la brea marina, con un poco de bicarbonato empapado en vinagre agrio de lo más peleón, apto para desatacar las tripas, de aquellos que se aprovechan de las crisis ejecutivas y deportivas, para pisotear los colores del escudo que les paga.
Los aficionados deberían saber, que muchos vienen a hincharse de pescaítos fritos que alimentan el alma de un club. Los mercenarios odian a los fieros y terribles guerreros míticos del Reino Futbolero, de quienes aprendimos a amar la cultura balompédica mediterránea, la de los colores que nos representan y nos sentimos identificados.
Lo peor de los mercenarios, son los que llegan con la aureola de matadores, pero sus acciones pecan enseguida, robando la victoria para inculcarnos la derrota.
Nunca conocí a ningún futbolista que haya sabido entrenarse por sí mismo. Todos dependen de quienes los entrenan en el club. Suelen ser los menos eficientes en los partidos, desagradablemente ausentes cuando un club se juega la salvación o el descenso.
Los ojos tienen que brillar como la Luna en los tiempos más fieros, para demostrar quiénes fueron los grandes guerreros del Mítico Reino de la Cultura del Fútbol.
Metan miedo a los rivales endosándole tantos goles, que la derrota les sea amarga, y les provoqué dolor de cabeza.

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